Cándida estaba mezclando la olla cuando el soldado apareció con aspecto cansado.
Entrecruzaron miradas.
Desde que los misiles habían impactado hacía unos 4 años, el ecosistema había cambiado.
A Cándida le gustaba la soledad del monte y se había construido una casita modesta en la espesura del bosque santiagueño. Ahora, de su hogar entre imponentes quebrachos colorados, sólo quedaba un intento de vivienda casi destruida en medio del salitral desierto.
Los cuarenta y cinco grados cuarteaban la tierra, tiñendo de ocre una realidad distópica. El futuro de miseria y hambre había llegado, todos los malos vaticinios de la humanidad estaban ahí, hechos piel ajada y deshidratada. Se habían materializado en los ojos irritados de la mujer y en su pecho devastado.
El gobierno había dado la orden de “Ayudar al soldado que diera su vida por la nación y la supervivencia del hombre”.
—Menos mal que la mujer es cucaracha y sobrevive a todo —había pensado esa vez con un dejo de amargura.
En sus buenos tiempos fue una feminista que luchaba por los derechos de las mujeres, no había hombre que se animara a interferir cuando ella salía a patear patriarcados, ahora era una sombra podrida en medio del rajante sol.
—Buenas, señora —saludó el hombre y se refugió en la sombra.
—Tengo hijos que alimentar, mucho no te puedo dar.
—Está bien, señora, con lo que pueda me basta. No soy de aquí. No estoy acostumbrado al calor, necesito agua y descansar un poco.
—¿Por qué andas solo? —averiguó, mientras sacaba del pozo el líquido sagrado y se la acercaba.
El hombre se adueñó de la olla y así como tomó el agua con avidez, luego la vomitó.
Cándida se quedó mirando unos segundos la tierra reseca que se adueñaba del vómito.
Ahora estaba tranquila, ya no tenía tanta hambre, pero hubo un tiempo en que se habría peleado con la pachamama por esa clase de mejunje.
—Tomá despacito, haz sorbos chiquitos.
Lo observó.
Al hombre, el estómago se le contraía. Se tapaba lo boca con ambas manos y contenía la respiración.
Cándida sonreía divertida.
Después de unos minutos tensos, los músculos del soldado comenzaron a relajarse.
—¿Me puedo mojar?
—No entiendo.
—¿Tiene agua suficiente? Me gustaría mojarme.
—Sí, la última lluvia llenó el pozo, lavate tranquilo, las lluvias están volviendo.
Lo vio alejarse hacia la parte trasera de la casa, el soldado tenía una vergüenza poco común en esos tiempos. La humanidad podía ser extraña a veces.
El hombre se apoyó en la pared tras los primeros baldazos y cerró los ojos.
Percibió el agua corriéndole por el cuerpo, los vellos erizados, la felicidad de encontrar gente y luego el olor a sopa, el hambre, la saliva que se le juntaba en la boca desobedeciendo al organismo que emitía órdenes de no malgastar fluidos porque estaba en un grado peligroso de deshidratación.
Se animó a mirar el interior de una habitación que tenía la ventana abierta, las otras piezas permanecían cerradas.
Lo primero que hizo fue reconocer el tratamiento de la carne seca.
Dentro de un contenedor lleno de sal, podía ver las lonjas de carne que se asomaban.
—¿Vizcacha? —pensó mientras miraba alrededor.
Del monte quedaban vestigios de pequeños árboles secos.
Tenía entendido que la fauna estaba casi desaparecida desde los últimos ataques aéreos. Pero los sobrevivientes seguramente habían encontrado algunos animales para comer.
El huerto eran unas plantas peladas y tristes de papas y cebollas.
Tenía metida prácticamente la mitad del cuerpo por la ventana.
Dentro del habitáculo oscuro olía a sangre y descomposición.
Algo en el aire se le filtraba por los poros y le gritaba que las cosas no estaban bien.
Presentimientos.
—Tengo sopa ¿vas a tomar? —le preguntó ella y el soldado casi pierde el equilibrio.
El rostro de la mujer había mutado, ahora aparecía un destello morboso en los ojos.
—Si, por favor —contestó, intentando que no se notara el miedo.
La siguió.
—Cuando los soldados pasan por aquí, lo hacen en grupos grandes, de 10 a 15 hombres. Nunca puedo darles de comer a todos, aunque ellos siempre toman lo que quieren.
Silencio.
—Sentate aquí, ya te traigo la comida.
La vio alejarse hacia la olla que hervía en un brasero y aprovechó para mirar el interior de la casa, desde donde estaba podía ver la misma habitación, la puerta estaba abierta, había un charco grande de sangre en el piso y huellas que iban y venían.
La observó, ella misma tenía la pollera manchada de sangre.
—Hay olor a carne —aseguró él, paranoico— , ¿qué cazan por aquí? No sabía que había animales.
—Sí, hay —respondió sin darse vuelta—, vienen de vez en cuando en grupos de 10 a 15.
La mujer se acercó con el plato de sopa, en el líquido blanquecino flotaban algunas papas y unos pedazos de carne.
Se miraron.
—¿De dónde sacas la carne, hija de puta? —gritó mientras tiraba a un costado el alimento.
Se paró de golpe y la agarró del cabello mientras le apuntaba con el arma.
—Hubo soldados desaparecidos hace unos 3 días ¿vos les has hecho algo, hija de puta?
Cándida reía, le faltaban casi todos los dientes y el aliento hedía a muerte.
—Mostrame los huesos de lo que estás cocinando.
La llevó arrastrando y entró a la habitación sangrienta.
En un rincón: lo que quedaba del muerto estaba oculto bajo una manta mugrosa.
—¿Qué has hecho, hija de puta? —gritó.
La tiró al suelo con un puñetazo, se acercó y le pegó una patada a la altura de los pechos. La mujer gritó en medio de una carcajada.
El hombre se armó de valor e hizo a un lado la manta. Eran dos los cadáveres. Parecían muñecos rotos, los había acomodado sobre los restos de unas almohadas. Les faltaban los brazos y parte de los músculos abdominales. Parte de los diminutos músculos abdominales. Le costó reconocer lo que estaba viendo.
—Mellizos eran —aclaró ella de rodillas junto a los restos—. Después de la comida te puedo dar leche, tengo las tetas llenas. Nacieron ayer nomás —le dijo con una risita extraña que por ratos se desdibujaba en un principio de llanto.
La apartó de una patada.
—Mina de mierda, hija de puta, sucia. Hasta las perras tienen instinto maternal, inmunda.
—No se come con el instinto maternal —gritó ella y él le apuntó a la cabeza.
Pudo ver el horror en los ojos de la mujer, el rictus de ironía se le había ido, la sonrisa burlona se trastocó con la gravidez del chillido aterrado.
El disparo le abrió el cráneo y dejó una pintura abstracta y sabrosa sobre la pared.
El estallido lo dejó aturdido unos segundos, escuchando sólo un atisbo de imploración de la asesina asesinada y luego otros gritos más lejanos.
Estaba mareado, la pieza giraba convulsionando su ya frágil estómago, giró para salir y los vio.
Tres niños de distintas edades miraban la escena en medio de una crisis de llanto.
Tres niños famélicos, con las panzas hinchadas, desnudos, sucios, que habían estado esperando en silencio por el alimento prometido.
Tres niños, hijos de la guerra y la hambruna, que lloraban a la asesinada-asesina, menos que perra, madre obligada, probable comida que comenzaría a pudrirse en cuestión de segundos.
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Diana Beláustegui nació en Santiago del Estero en 1974. Publicó textos en las siguientes antologías: Argentina en versos y prosas (2006), 7ma Antología anual especial de poesía y narrativa breve (2006), Escritura sin fronteras (2007), Argentina en versos y prosas (2009 Raíz Alternativa); El microrrelato en Santiago del Estero de Antonio Cruz (2011); Antología jetona (2011); Summa colectivo de Arte (2012); Lo mejor de paracuentos (2013); Penumbria Año 1 (México 2013); Picados Antología Lata peinada (2015); II Antología Argonautas (Madrid 2016); Nacer hembra (2016). También tiene publicaciones en diversas revistas virtuales y blogs como Arte libertino, Tardes amarillas, Penumbria, Lengua de diablo y Scifi-terror. En el año 2014 publicó su libro Escorpiones en las tripas una colección de cuentos donde el monstruo y la mujer juegan un papel predominante dentro de una sociedad androcentrista que los obliga a convertirse en parias.
Cándida estaba mezclando la olla cuando el soldado apareció con aspecto cansado. Desde que los misiles habían impactado hacía unos 4 años, el ecosistema había cambiado. A Cándida le gustaba la soledad del monte y se había construido una casita modesta en la espesura del bosque santiagueño. Ahora, de su hogar entre imponentes quebrachos colorados, sólo quedaba un intento de vivienda casi destruida en medio del salitral desierto. Los cuarenta y cinco grados cuarteaban la tierra, tiñendo de ocre una realidad distópica. El futuro de miseria y hambre había llegado, todos los malos vaticinios de la humanidad estaban ahí, hechos piel ajada y deshidratada. Se habían materializado en los ojos irritados de la mujer y en su pecho devastado. El gobierno había dado la orden de “Ayudar al soldado que diera su vida por la nación y la supervivencia del hombre”. —Menos mal que la mujer es cucaracha y sobrevive a todo —había pensado esa vez con un dejo de amargura. En sus buenos tiempos fue una feminista que luchaba por los derechos de las mujeres, no había hombre que se animara a interferir cuando ella salía a patear patriarcados, ahora era una sombra podrida en medio del rajante sol. —Buenas, señora —saludó el hombre y se refugió en la sombra. —Tengo hijos que alimentar, mucho no te puedo dar. —Está bien, señora, con lo que pueda me basta. No soy de aquí. No estoy acostumbrado al calor, necesito agua y descansar un poco. —¿Por qué andas solo? —averiguó, mientras sacaba del pozo el líquido sagrado y se la acercaba. El hombre se adueñó de la olla y así como tomó el agua con avidez, luego la vomitó. Cándida se quedó mirando unos segundos la tierra reseca que se adueñaba del vómito. Ahora estaba tranquila, ya no tenía tanta hambre, pero hubo un tiempo en que se habría peleado con la pachamama por esa clase de mejunje. —Tomá despacito, haz sorbos chiquitos. Lo observó. Al hombre, el estómago se le contraía. Se tapaba lo boca con ambas manos y contenía la respiración. Cándida sonreía divertida. Después de unos minutos tensos, los músculos del soldado comenzaron a relajarse. —¿Me puedo mojar? —No entiendo. —¿Tiene agua suficiente? Me gustaría mojarme. —Sí, la última lluvia llenó el pozo, lavate tranquilo, las lluvias están volviendo. Lo vio alejarse hacia la parte trasera de la casa, el soldado tenía una vergüenza poco común en esos tiempos. La humanidad podía ser extraña a veces. El hombre se apoyó en la pared tras los primeros baldazos y cerró los ojos. Percibió el agua corriéndole por el cuerpo, los vellos erizados, la felicidad de encontrar gente y luego el olor a sopa, el hambre, la saliva que se le juntaba en la boca desobedeciendo al organismo que emitía órdenes de no malgastar fluidos porque estaba en un grado peligroso de deshidratación. Se animó a mirar el interior de una habitación que tenía la ventana abierta, las otras piezas permanecían cerradas. Dentro de un contenedor lleno de sal, podía ver las lonjas de carne que se asomaban. —¿Vizcacha? —pensó mientras miraba alrededor. Tenía entendido que la fauna estaba casi desaparecida desde los últimos ataques aéreos. Pero los sobrevivientes seguramente habían encontrado algunos animales para comer. El huerto eran unas plantas peladas y tristes de papas y cebollas. Tenía metida prácticamente la mitad del cuerpo por la ventana. Dentro del habitáculo oscuro olía a sangre y descomposición. Presentimientos. —Tengo sopa ¿vas a tomar? —le preguntó ella y el soldado casi pierde el equilibrio. El rostro de la mujer había mutado, ahora aparecía un destello morboso en los ojos. —Si, por favor —contestó, intentando que no se notara el miedo. La siguió. —Cuando los soldados pasan por aquí, lo hacen en grupos grandes, de 10 a 15 hombres. Nunca puedo darles de comer a todos, aunque ellos siempre toman lo que quieren. Silencio. —Sentate aquí, ya te traigo la comida. La vio alejarse hacia la olla que hervía en un brasero y aprovechó para mirar el interior de la casa, desde donde estaba podía ver la misma habitación, la puerta estaba abierta, había un charco grande de sangre en el piso y huellas que iban y venían. La observó, ella misma tenía la pollera manchada de sangre. —Hay olor a carne —aseguró él, paranoico— , ¿qué cazan por aquí? No sabía que había animales. —Sí, hay —respondió sin darse vuelta—, vienen de vez en cuando en grupos de 10 a 15. La mujer se acercó con el plato de sopa, en el líquido blanquecino flotaban algunas papas y unos pedazos de carne. Se miraron. —¿De dónde sacas la carne, hija de puta? —gritó mientras tiraba a un costado el alimento. Se paró de golpe y la agarró del cabello mientras le apuntaba con el arma. —Hubo soldados desaparecidos hace unos 3 días ¿vos les has hecho algo, hija de puta? Cándida reía, le faltaban casi todos los dientes y el aliento hedía a muerte. —Mostrame los huesos de lo que estás cocinando. —¿Qué has hecho, hija de puta? —gritó. La tiró al suelo con un puñetazo, se acercó y le pegó una patada a la altura de los pechos. La mujer gritó en medio de una carcajada. El hombre se armó de valor e hizo a un lado la manta. Eran dos los cadáveres. Parecían muñecos rotos, los había acomodado sobre los restos de unas almohadas. Les faltaban los brazos y parte de los músculos abdominales. Parte de los diminutos músculos abdominales. Le costó reconocer lo que estaba viendo. —Mellizos eran —aclaró ella de rodillas junto a los restos—. Después de la comida te puedo dar leche, tengo las tetas llenas. Nacieron ayer nomás —le dijo con una risita extraña que por ratos se desdibujaba en un principio de llanto. La apartó de una patada. —Mina de mierda, hija de puta, sucia. Hasta las perras tienen instinto maternal, inmunda. —No se come con el instinto maternal —gritó ella y él le apuntó a la cabeza. Pudo ver el horror en los ojos de la mujer, el rictus de ironía se le había ido, la sonrisa burlona se trastocó con la gravidez del chillido aterrado. El disparo le abrió el cráneo y dejó una pintura abstracta y sabrosa sobre la pared. El estallido lo dejó aturdido unos segundos, escuchando sólo un atisbo de imploración de la asesina asesinada y luego otros gritos más lejanos. Estaba mareado, la pieza giraba convulsionando su ya frágil estómago, giró para salir y los vio. Tres niños de distintas edades miraban la escena en medio de una crisis de llanto. Tres niños famélicos, con las panzas hinchadas, desnudos, sucios, que habían estado esperando en silencio por el alimento prometido. Tres niños, hijos de la guerra y la hambruna, que lloraban a la asesinada-asesina, menos que perra, madre obligada, probable comida que comenzaría a pudrirse en cuestión de segundos. ----- Diana Beláustegui nació en Santiago del Estero en 1974. Publicó textos en las siguientes antologías: Argentina en versos y prosas (2006), 7ma Antología anual especial de poesía y narrativa breve (2006), Escritura sin fronteras (2007), Argentina en versos y prosas (2009 Raíz Alternativa); El microrrelato en Santiago del Estero de Antonio Cruz (2011); Antología jetona (2011); Summa colectivo de Arte (2012); Lo mejor de paracuentos (2013); Penumbria Año 1 (México 2013); Picados Antología Lata peinada (2015); II Antología Argonautas (Madrid 2016); Nacer hembra (2016). También tiene publicaciones en diversas revistas virtuales y blogs como Arte libertino, Tardes amarillas, Penumbria, Lengua de diablo y Scifi-terror. En el año 2014 publicó su libro Escorpiones en las tripas una colección de cuentos donde el monstruo y la mujer juegan un papel predominante dentro de una sociedad androcentrista que los obliga a convertirse en parias. |
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