Los populismos del siglo XXI: El caso de los gobiernos kirchneristas en Argentina (2003-2015)
Andrea López
En términos discursivos, el retorno del Estado concitó lecturas críticas en la mayoría de los medios de comunicación dominantes, asociando dicho fenómeno con el ascenso al poder de los “populismos”.


El proceso de restauración de la centralidad de los Estados Nacionales de Latinoamérica como actores político-económicos, reconocida por múltiples pensadores como rasgo distintivo, para la primera década del siglo XXI, ha sido objeto de análisis, bajo la denominación de Estados “populistas”, “nacionales populares”, o (neo) desarrollistas, en contraposición con las caracterizaciones propias de las formas estatales en el neoliberalismo. Así, como sostiene García Linera, la reposición de la soberanía de los Estados de la región sobre los recursos estratégicos y sobre el uso del excedente económico los ha dotado de una mayor capacidad para controlar los flujos económicos y políticos desterritorializados y globales, sin desconocer las limitaciones específicas de estas instancias, sobre todo en la periferia capitalista.

Dichas tendencias pusieron de manifiesto la entrada en crisis del paradigma neoliberal, revalorizando la problemática estatal en el debate público y en las agendas de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos de esa época, atravesados por un discurso político de corte netamente crítico respecto a las premisas del “pensamiento único” y –especialmente- a las consecuencias de su aplicación. Este nuevo posicionamiento le otorgó al Estado un papel clave en el diseño de una estrategia nacional de desarrollo y no limitado – como antaño- a garantizar la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos, sino como promotor del crecimiento económico y la distribución del ingreso, descartando las teorías del “Estado mínimo”.

Del mismo modo, Carlos Vilas advierte una “recuperación del Estado como herramienta de desarrollo y bienestar”, expresado en la adopción de políticas activas en materia económico-social y en la ampliación de los espacios de autonomía para la toma de decisiones, tanto respecto de los grupos de poder económico como en los escenarios internacionales, con la intención de regenerar la capacidad de determinación y de conducción política sobre una serie de asuntos que, en las últimas décadas, quedaron a merced de la lógica privada y extranjerizadas.

Específicamente, la Argentina no había quedado al margen del panorama descripto, luego de atravesar un período de “construcción política de la debilidad estatal” (Vilas), plasmado con la dictadura militar de 1976 y consolidado durante la década del 90, en pleno auge de las reformas “pro-mercado”. Frente al contexto de crisis abierto en el año 2001 tras el colapso de la convertibilidad, tuvo lugar, a partir del año 2003, la instauración de una nueva etapa política, nacida de la resistencia popular a los sucesivos programas de ajuste de los gobiernos menemistas y de la Alianza y sus consiguientes secuelas de recesión y desempleo, abriendo paso a una fase de ampliación de la esfera pública e incorporación de numerosos sectores tradicionalmente excluidos de ella.

Desde el ascenso de Néstor Kirchner a la presidencia en el año 2003 y la sucesión de Cristina Fernández en los dos períodos siguientes (2007-2011 y 2011-2015), se retomó la senda del modelo de “crecimiento compartido”, cuyo perfil de desarrollo – a diferencia de la década de los 90- tuvo una fuerte impronta estatal orientada a reconstruir las capacidades competitivas en materia de inversión, innovación, educación e infraestructura, priorizando, a la vez, la vía del desendeudamiento y del superávit fiscal. Estas metas apuntalaron los proyectos de inclusión social, favorecidos por diferentes políticas públicas tales como la re-estatización de las Administradoras de Fondos de Pensión (AFJP) en el año 2008, la implementación de la Asignación Universal por Hijo a partir del año 2009, sumado a la recuperación por parte del Estado de empresas de bienes y servicios estratégicos (YPF, Aerolíneas Argentinas, etc.), la creación de otros conglomerados (ENARSA, ARSAT, CEATSA, etc.) y las participaciones accionarias a través del ANSES en compañías de alta envergadura (Telecom Argentina, Petrobras, Pampa Energía, Edenor, etc.), entre otras medidas centrales.

En términos discursivos, el retorno del Estado concitó lecturas críticas en la mayoría de los medios de comunicación dominantes, asociando dicho fenómeno con el ascenso al poder de los “populismos”. Este abordaje sitúa a dicho concepto –en tanto construcción de identidad política- como fenómeno autoritario, demagógico y corrupto, por oposición a los valores encarnados por el institucionalismo, ubicado en el polo del “republicanismo”. En palabras de Laclau, “Si el institucionalismo se presenta como condición necesaria de toda política coherente y racional, el populismo aparece, por el contrario, como el reino de la manipulación demagógica, del personalismo y de la arbitrariedad”.

Para Juan Carlos Monedero, antes que en el ámbito académico, la acusación o el mote de “populismo” se articula previamente en los medios de comunicación, a los fines de crear un “marco de referencia” aplicado a cualquier gobierno que revalorice el rol Estado y que se aleje de las formas tradicionales de la democracia representativa y del capitalismo neoliberal. Como tal, la visión descalificadora del término “populismo”, tendría su correlato en aquella inclinación política “que mira con desconfianza el empoderamiento popular y la superación del modelo capitalista y de las formas de democracia de baja intensidad que sostienen ese modelo”

Durante los períodos de gobiernos kirchneristas, las caracterizaciones anti-populistas se constituyeron en un tópico central de los principales medios de comunicación de la Argentina. En lo que refiere a la prensa gráfica dominante, dos de los medios de mayor circulación, como es el caso de los diarios Clarín y La Nación, sostuvieron una posición crítica férrea en torno a lo que era considerado como un “exceso de intromisión estatal” por parte del kirchnerismo, sobre todo a partir del denominado “conflicto con el campo”, en el año 2008, y de la sanción de la ley de servicios de comunicación audiovisual, en el año 2009. Posteriormente, y en especial durante el año 2015, cuando se llevó a cabo la campaña electoral para la renovación presidencial -entre otros cargos-, el discurso deslegitimador del Estado se exacerbó, relacionando la ampliación de su intervención en materia económica y social con el fenómeno de la corrupción, el desembarco de militancia política del partido gobernante, y la ineficiencia burocrática, por lo que resultaba imperioso hacer reformas y volver a pensar en la reducción de su tamaño para incentivar la inversión. Así, dichos argumentos cobraron notoriedad a partir de la redacción de más de 100 notas periodísticas que destacaban el carácter “elefantiásico” del Estado, o bien la “explosión del empleo público” como síntoma del “desempleo oculto” y del “gasto público improductivo.”

De esta forma, en el debate político y en la agenda de los medios de comunicación de las últimas décadas, se ha puesto en cuestión la legitimidad de los gobiernos nacionales, populares y democráticos para asumir un importante número de competencias, funciones, bienes y servicios que estaban por fuera del Estado, pero donde la presencia y el predominio de lo colectivo es básico para garantizar un nuevo contrato social. Por cierto, y más allá de la retórica, el conflicto central con este tipo de experiencias de encuadre populista deriva de su decisión para desterrar el papel estatal de mero administrador de los poderes fácticos. El reflujo neoconservador encarnado en el macrismo impidió avanzar en la construcción de un “sentido común” capaz de revertir el histórico imaginario aferrado a la desvalorización de los recursos de propiedad pública que tanto daño le ha hecho al patrimonio de todxs lxs argentinxs. La tarea es ardua, pero no imposible.

El proceso de restauración de la centralidad de los Estados Nacionales de Latinoamérica como actores político-económicos, reconocida por múltiples pensadores como rasgo distintivo, para la primera década del siglo XXI, ha sido objeto de análisis, bajo la denominación de Estados “populistas”, “nacionales populares”, o (neo) desarrollistas, en contraposición con las caracterizaciones propias de las formas estatales en el neoliberalismo. Así, como sostiene García Linera, la reposición de la soberanía de los Estados de la región sobre los recursos estratégicos y sobre el uso del excedente económico los ha dotado de una mayor capacidad para controlar los flujos económicos y políticos desterritorializados y globales, sin desconocer las limitaciones específicas de estas instancias, sobre todo en la periferia capitalista.

Dichas tendencias pusieron de manifiesto la entrada en crisis del paradigma neoliberal, revalorizando la problemática estatal en el debate público y en las agendas de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos de esa época, atravesados por un discurso político de corte netamente crítico respecto a las premisas del “pensamiento único” y –especialmente- a las consecuencias de su aplicación. Este nuevo posicionamiento le otorgó al Estado un papel clave en el diseño de una estrategia nacional de desarrollo y no limitado – como antaño- a garantizar la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos, sino como promotor del crecimiento económico y la distribución del ingreso, descartando las teorías del “Estado mínimo”.

Del mismo modo, Carlos Vilas advierte una “recuperación del Estado como herramienta de desarrollo y bienestar”, expresado en la adopción de políticas activas en materia económico-social y en la ampliación de los espacios de autonomía para la toma de decisiones, tanto respecto de los grupos de poder económico como en los escenarios internacionales, con la intención de regenerar la capacidad de determinación y de conducción política sobre una serie de asuntos que, en las últimas décadas, quedaron a merced de la lógica privada y extranjerizadas.

Específicamente, la Argentina no había quedado al margen del panorama descripto, luego de atravesar un período de “construcción política de la debilidad estatal” (Vilas), plasmado con la dictadura militar de 1976 y consolidado durante la década del 90, en pleno auge de las reformas “pro-mercado”. Frente al contexto de crisis abierto en el año 2001 tras el colapso de la convertibilidad, tuvo lugar, a partir del año 2003, la instauración de una nueva etapa política, nacida de la resistencia popular a los sucesivos programas de ajuste de los gobiernos menemistas y de la Alianza y sus consiguientes secuelas de recesión y desempleo, abriendo paso a una fase de ampliación de la esfera pública e incorporación de numerosos sectores tradicionalmente excluidos de ella.

Desde el ascenso de Néstor Kirchner a la presidencia en el año 2003 y la sucesión de Cristina Fernández en los dos períodos siguientes (2007-2011 y 2011-2015), se retomó la senda del modelo de “crecimiento compartido”, cuyo perfil de desarrollo – a diferencia de la década de los 90- tuvo una fuerte impronta estatal orientada a reconstruir las capacidades competitivas en materia de inversión, innovación, educación e infraestructura, priorizando, a la vez, la vía del desendeudamiento y del superávit fiscal. Estas metas apuntalaron los proyectos de inclusión social, favorecidos por diferentes políticas públicas tales como la re-estatización de las Administradoras de Fondos de Pensión (AFJP) en el año 2008, la implementación de la Asignación Universal por Hijo a partir del año 2009, sumado a la recuperación por parte del Estado de empresas de bienes y servicios estratégicos (YPF, Aerolíneas Argentinas, etc.), la creación de otros conglomerados (ENARSA, ARSAT, CEATSA, etc.) y las participaciones accionarias a través del ANSES en compañías de alta envergadura (Telecom Argentina, Petrobras, Pampa Energía, Edenor, etc.), entre otras medidas centrales.

En términos discursivos, el retorno del Estado concitó lecturas críticas en la mayoría de los medios de comunicación dominantes, asociando dicho fenómeno con el ascenso al poder de los “populismos”. Este abordaje sitúa a dicho concepto –en tanto construcción de identidad política- como fenómeno autoritario, demagógico y corrupto, por oposición a los valores encarnados por el institucionalismo, ubicado en el polo del “republicanismo”. En palabras de Laclau, “Si el institucionalismo se presenta como condición necesaria de toda política coherente y racional, el populismo aparece, por el contrario, como el reino de la manipulación demagógica, del personalismo y de la arbitrariedad”.

Para Juan Carlos Monedero, antes que en el ámbito académico, la acusación o el mote de “populismo” se articula previamente en los medios de comunicación, a los fines de crear un “marco de referencia” aplicado a cualquier gobierno que revalorice el rol Estado y que se aleje de las formas tradicionales de la democracia representativa y del capitalismo neoliberal. Como tal, la visión descalificadora del término “populismo”, tendría su correlato en aquella inclinación política “que mira con desconfianza el empoderamiento popular y la superación del modelo capitalista y de las formas de democracia de baja intensidad que sostienen ese modelo”

Durante los períodos de gobiernos kirchneristas, las caracterizaciones anti-populistas se constituyeron en un tópico central de los principales medios de comunicación de la Argentina. En lo que refiere a la prensa gráfica dominante, dos de los medios de mayor circulación, como es el caso de los diarios Clarín y La Nación, sostuvieron una posición crítica férrea en torno a lo que era considerado como un “exceso de intromisión estatal” por parte del kirchnerismo, sobre todo a partir del denominado “conflicto con el campo”, en el año 2008, y de la sanción de la ley de servicios de comunicación audiovisual, en el año 2009. Posteriormente, y en especial durante el año 2015, cuando se llevó a cabo la campaña electoral para la renovación presidencial -entre otros cargos-, el discurso deslegitimador del Estado se exacerbó, relacionando la ampliación de su intervención en materia económica y social con el fenómeno de la corrupción, el desembarco de militancia política del partido gobernante, y la ineficiencia burocrática, por lo que resultaba imperioso hacer reformas y volver a pensar en la reducción de su tamaño para incentivar la inversión. Así, dichos argumentos cobraron notoriedad a partir de la redacción de más de 100 notas periodísticas que destacaban el carácter “elefantiásico” del Estado, o bien la “explosión del empleo público” como síntoma del “desempleo oculto” y del “gasto público improductivo.”

De esta forma, en el debate político y en la agenda de los medios de comunicación de las últimas décadas, se ha puesto en cuestión la legitimidad de los gobiernos nacionales, populares y democráticos para asumir un importante número de competencias, funciones, bienes y servicios que estaban por fuera del Estado, pero donde la presencia y el predominio de lo colectivo es básico para garantizar un nuevo contrato social. Por cierto, y más allá de la retórica, el conflicto central con este tipo de experiencias de encuadre populista deriva de su decisión para desterrar el papel estatal de mero administrador de los poderes fácticos. El reflujo neoconservador encarnado en el macrismo impidió avanzar en la construcción de un “sentido común” capaz de revertir el histórico imaginario aferrado a la desvalorización de los recursos de propiedad pública que tanto daño le ha hecho al patrimonio de todxs lxs argentinxs. La tarea es ardua, pero no imposible.


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