“Nunca existe la pérdida de la conciencia personal.
Jamás habrá que deplorarla”.
ERWIN SCHROEDINGER, What is life?
Siento una somnolencia desconocida y un no saber qué hacer. No puedo pensar. Intento hilvanar sucesos de un relato a escribir, mas no puedo sostener ninguna idea. Aparece en mi mente una palabra “canal”.
Me pongo a escribir y dejo que las letras salgan solas. No sé lo que voy a escribir, sólo quiero referir que me siento muy triste. Esto de la angustia viene hace rato, desde lejos y muy profunda, a veces pienso que viene desde otra vida. Veo en mi mente una noche clara de luna, y una calle empedrada por donde avanza un carruaje tirado por caballos blancos. Estoy sentada en las escaleras de un edificio antiguo, en cuyo primer piso vivo. Veo el interior de la sala, hay una lámpara que irradia una luz mortecina casi color naranja suave. Tengo 18 años y llevo puesto un vestido de seda estampado con flores muy pequeñas. Sandalias color crema y huelo a perfume de rosas, es un aroma fresco.
Sé que mi amado viene en ese carruaje. Siento una algarabía espiritual y tambores de grueso tenor por todas partes.
El carruaje se detiene, no sin poca algarabía, ya que los corceles no quieren detener su marcha. Miro hacia su interior, con interés y placer.
Giro la cabeza, derecha, izquierda, estiro mi cuello, creo que estiro hasta la mente para buscar tu presencia. Indago con la mirada los asientos traseros. Busco tu cuerpo firme en actitud de relax como tantas otras veces, pero hoy no alcanzo a ver.
Demasiado movimiento. Los caballos mueven el carruaje y una brisa no muy suave aventa las cortinas de adelante.
La carroza por fin se detiene. El mensajero baja, se dirige hacia mí en actitud cordial. Anuncia que no vienes esta tarde. ¡No vienes!
Yo enmudezco, siento una pena muy oscura como un hueco profundo. Mi corazón estalla de dolor y sin embargo no puedo llorar.
El hombre, tras dar el mensaje, se aleja .Tengo la sensación de que siente pena por mí. Vi sus ojos verdes y su actitud queda pegada a mis manos, se lentifica el partir, es como si quisiera consolarme. Pero no hay palabras. Veo cómo se aleja el carruaje y cómo brilla la parte del marco de la puerta y un adorno que tiene como una cornisa.
Ahora la noche cae lentamente y pesada. Estoy sola.
No tengo a nadie; en esta vida mi familia son los libros, las alegrías o tristezas las comparto con las letras.
Me desespero, es como si estuviera encerrada y no tengo aire; no puedo salir, me sofoco. Subo los peldaños hasta la puerta de mi casa, son 14. Los vuelvo a contar, los he contado tantas veces como veces he ascendido para entrar a mi casa. Me tiro de bruces sobre mi cama.
Disfruto el silencio del cuarto, de pronto escucho, hacia el lado sur de la pared de mi dormitorio, que dos personas suben los viejos y crujientes peldaños de madera. Van hacia el piso de arriba. Se ríen, por eso distingo que es un hombre y una mujer. No cabe en mí otro sentimiento que la soledad y la duda. Yo sé que amo. Lo amo él y percibo el olor de su piel, impregnando mi olfato. Tiene manos grandes y su rostro es seguro y paternal.
Sólo una palabra de él y mi espíritu florecería, como el desierto después de la lluvia. Huelo su ropa, es un frac negro de una tela brillante y buen corte, se ve elegante. Pero hoy sólo debo conformarme con el recuerdo de su olor. Ahora sí, gracias Dios puedo llorar. En este momento siento que sube más gente por la escalera. Quisiera poder integrarme a ese tropel, reír, beber champaña y comer mariscos. Hoy también quiero langostas. Nunca tengo hambre de otra cosa, quiero sólo eso.
No puedo dejar de llorar. ¡No puedo!
Miro los libros y están quietos.
Sólo encuentro refugio en mi interior, mis piernas se relajan, mi columna vertebral o espinazo es vía conductora de un rayo hormigueante y lento. Me otorga una sensación agradable y tranquilizadora; es como si cruzara un invisible umbral. Viajo hacia un consuelo distante pero conocido.
Reposo sobre mi lecho, en estado incorpóreo, mi esencia se ilumina y tiene paz.
No sé cuánto tiempo permanezco así. ¿Una hora?, ¿dos?
No lo sé y ni quiero saber, ¿para qué? Luego despierto, la calma llega despacio como trepando con dificultad un árbol frondoso y milenario, mi alma.
Vuelvo de un largo viaje. Un punto en el techo es la estación terminal consoladora. Mis ojos se posan hasta escrudiñar lo más infinito de ese lugar, que no es otra cosa que la ciudad y sus ruidos, la gente que amo y sus coloridos ropajes envueltos de alegría. Por allí pasan mis amigos despidiendo la noche.
Al carruaje tirado por blancos caballos, ya no lo veo. Tampoco a él, ni veo la luna en las paredes de las casas frente al rio.
La luz de la lámpara inunda toda la habitación, es la reina, nadie le hace sombras.
Sorpresa! Suaves golpes a la puerta de mi casa. ¿Quién podrá ser a estas horas? Afinando mi oído, escucho. Otra vez, claramente, los nudillos de una mano anuncian una presencia a la puerta de casa.
¡Ahora sí!, las oigo, son ellas. Mis amigas Matilde y Norma. Perfumadas y con flores en el pelo, se hacen presentes.
Me sacan de casa, casi en secuestro, juran que vienen unos amigos de ellas al salón literario. Aseguran que también viene él, invitado de honor.
Ambas llevan, o traen, una botella de champaña bajo el brazo, se las ve muy alegres.
Afuera la calle está bulliciosa, brillan luces en todos los rincones.
Por el río navegan, barquitos y barcazas, cantos de enamorados engalanan la noche. Yo camino detrás de ellas. Miro mi pequeño reloj pulsera, indica las 2 de la madrugada y también lo anuncia el campanario de la iglesia.
Los tacos de nuestros zapatos resuenan como canto de grillos, cric.. cric…o gric gric ¡Reímos las tres!
De pronto, dando la vuelta, en la callejuela del boulevard aparece como mágico el carruaje de siempre, luciendo la misma estampa del conductor, vestido de negro. Ya no escucho el taconeo de nuestros zapatos, nada me importa, sólo apurar el paso, al encuentro del carruaje.
Viene hacia nosotras con direccionalidad precisa, y la felicidad invade mi corazón. Mi mente se inunda, recuerdo nuestros encuentros pasados.
En sus ojos se reflejaba la felicidad al verme. Yo advertía destellos brillantes de luz, en su mirada. Era un instante sublime de amor.
Risas y saludos, manos de caballeros y mujeres felices que se entrelazan.
Por fin trepamos todos en la parte de atrás.
El interior huele a azahares, jazmines.
Me envuelve un manto de adormecimiento en espiral. Las letras de los carteles de la calles saltan blancas y auxilian mi emoción. Saber, sentir y ver que voy a tu encuentro.
Te veo. Siento la tibieza de tu rostro junto al mío. Nuestras manos son cuencas que albergan sentimientos profundos, como el agua del río donde duermen los peces.
No quiero que esto termine. Sigan caballos trac, trac, trac… sigan.
Ya falta poco y entro en el punto máximo de gloria. Pierdo la conciencia. Sólo quiero ver la calle, la luna, las luces mortecinas, ver la figura de anchas espaldas del jinete y escuchar su grito de ¡arre! ¡arre! animando los caballos.
¿Dónde estás? Ni siquiera conozco tu nombre, pero me doblo de dolor por tu amor. ¿Dónde estás? No te veo. Siento el perfume y las risas de las chicas. Un cansancio sin fin me envuelve.
París 7 de diciembre de 1920.
Me desperté, benditas ranas que cantan afuera después de la lluvia. Vivo en el campo. Sud América, el lugar se llama Argentina y corre el año 1966.
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María Olga Sosa
Docente y escritora , nacida en la Provincia de San Luis.
Radicada en Patagonia por más de 30 años, donde se dedico a la docencia.
Como escritora a obtenido medallas y diplomas como "Autora Destacada". Sus obras figuran en antologías Internacionales (Editorial Nuevo Ser y otras).
Es autora de "El LEGADO", libro de relatos reales.
Actualmente dedicada plenamente al Arte Pictórico, ya que los pinceles son otra manera de expresarse.
“Nunca existe la pérdida de la conciencia personal. Siento una somnolencia desconocida y un no saber qué hacer. No puedo pensar. Intento hilvanar sucesos de un relato a escribir, mas no puedo sostener ninguna idea. Aparece en mi mente una palabra “canal”. El hombre, tras dar el mensaje, se aleja .Tengo la sensación de que siente pena por mí. Vi sus ojos verdes y su actitud queda pegada a mis manos, se lentifica el partir, es como si quisiera consolarme. Pero no hay palabras. Veo cómo se aleja el carruaje y cómo brilla la parte del marco de la puerta y un adorno que tiene como una cornisa. Me desespero, es como si estuviera encerrada y no tengo aire; no puedo salir, me sofoco. Subo los peldaños hasta la puerta de mi casa, son 14. Los vuelvo a contar, los he contado tantas veces como veces he ascendido para entrar a mi casa. Me tiro de bruces sobre mi cama. París 7 de diciembre de 1920. |
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