En todo el mundo el teatro, históricamente, ha sido el blanco de las dictaduras, de los regímenes represivos y de las diatribas y represalias de la Iglesia. El teatro argentino no ha constituido una excepción, como certifica la crónica de la destrucción de la primera sala teatral de Buenos Aires, levantada en 1783 por voluntad del virrey Juan José de Vértiz y Salcedo, y que según el relato de Juan María Gutiérrez “se incendió en la noche del 16 de agosto de 1792, con uno de los cohetes disparados desde el atrio de la iglesia de San Juan Bautista del convento de Capuchinas”. Ya en épocas de Shakespeare las reiteradas pestes daban motivo a los puritanos para cerrar los dos únicos teatros de Londres, donde según las prédicas de los sacerdotes se alojaba el demonio que causaba la mortandad como castigo del cielo.
En tiempos más cercanos (si bien en nuestros días actuales, nuevas pestes han hecho cerrar todos los espacios teatrales en el país) el arte teatral argentino ha tenido que enfrentar otro tipo de flagelos no menos mortales que las pestes y tal vez mucho más violentos: las dictaduras militares. Esquematizados en un mismo canon, los gobiernos golpistas siempre vieron al arte, y al teatro específicamente, como un foco de subversión y un peligro ideológico directo. Y no se equivocaban, pues desde el principio de los tiempos el teatro ha horadado en las mentes y los espíritus de los pueblos, y no hay voz más potente que aquella que llega desde un escenario, encarnada en el personaje de una obra teatral.
Fue así que la última dictadura militar argentina (1976-1983), llamada casi cínicamente Proceso de Reorganización Nacional, no escapó de la regla común que caracteriza a estos autoritarismos homicidas, y por supuesto se encarnizó contra el teatro y sus protagonistas. Muchos actores, actrices, directores, directoras, dramaturgos y dramaturgas tuvieron que exiliarse o pasar al anonimato de la desocupación. Pero fue en las postrimerías de este Proceso, cuando ya se preparaba el golpe de gracia a la Argentina que significó la Guerra de las Malvinas, que surgió en Buenos Aires un fenómeno de resistencia activa llamado “Teatro Abierto”. Fue un grito del arte contra la represión, un grito que había sido amordazado durante años, y que estaba destinado a conmover y difundirse de manera estentórea por todo el país.
El 28 de julio de 1981 se inauguró el Movimiento del Teatro Abierto como una reacción cultural contra la dictadura. Era un proyecto de obras breves con 21 autores y 21 directores. Estaba encabezado por Osvaldo Dragún, Gonzalo Núñez, Jorge Rivera López, Luis Brandoni y Pepe Soriano, apoyados por Adolfo Pérez Esquivel, recién elegido Premio Nobel de la Paz, y el escritor Ernesto Sábato. La sede de los encuentros y representaciones era el Teatro del Picadero, en la cortada Rauch (hoy pasaje. Santos Discépolo), con trescientas butacas.
En todo el mundo el teatro, históricamente, ha sido el blanco de las dictaduras, de los regímenes represivos y de las diatribas y represalias de la Iglesia. El teatro argentino no ha constituido una excepción, como certifica la crónica de la destrucción de la primera sala teatral de Buenos Aires, levantada en 1783 por voluntad del virrey Juan José de Vértiz y Salcedo, y que según el relato de Juan María Gutiérrez “se incendió en la noche del 16 de agosto de 1792, con uno de los cohetes disparados desde el atrio de la iglesia de San Juan Bautista del convento de Capuchinas”. Ya en épocas de Shakespeare las reiteradas pestes daban motivo a los puritanos para cerrar los dos únicos teatros de Londres, donde según las prédicas de los sacerdotes se alojaba el demonio que causaba la mortandad como castigo del cielo. Evidentemente y como era de esperar, el teatro cumplió egregiamente con su función, porque no pasó mucho tiempo -en el siguiente mes de agosto- para que el gobierno militar incendiara la sala, y El Picadero quedó reducido a cenizas. Pero ya no era tan fácil acallar voces ni desaparecer a personas que estaban a la vista de todos: otros diecisiete espacios artísticos se ofrecieron para hospedar este movimiento, que eligió el teatro Tabaris, donde prosiguió su trabajo de mostrar a un público hambriento de arte y de verdad las nuevas creaciones de los dramaturgos del momento. De un público que se había calculado en seis mil espectadores, Teatro Abierto llegó a convocar a más de veinticinco mil. La repercusión fue imparable, y el hecho empezó a reproducirse en las provincias, con las consiguientes reacciones de los gobiernos títere del interior del país. En 1982 y en 1983, bajo el lema de "ganar la calle", Teatro Abierto prosiguió su labor y abrió las puertas al retorno de la democracia, junto a varias organizaciones relacionadas con la cultura y el arte surgidas en los últimos años del Proceso, como el Movimiento por la Reconstrucción y Desarrollo de la Cultura Nacional, presidido por el mismo Sábato, y que tenía su correlato en muchas otras capitales argentinas. Ya en 1985 la oleada teatral se expandió como el "teatrazo", con el lema “En defensa de la Democracia, por la Liberación Nacional y la Unidad Latinoamericana”. Entre los dramaturgos y dramaturgas que se destacaron en Buenos Aires en ese movimiento podemos mencionar a Ricardo Halac, Griselda Gambaro, Roberto Cossa, Eduardo Pavlovsky, Carlos Somigliana, Eugenio Griffero. Como suele suceder, la potencia del teatro movilizó también a otras disciplinas artísticas para que levantaran su voz en favor de la democracia, y así fue como surgieron los movimientos de Danza Abierta, Música Siempre, Libro Abierto, Poesía Abierta, Tango Abierto o Folclore Abierto, tanto en la capital como en algunas provincias. El Movimiento de Teatro Abierto tuvo una meta y un sueño: socavar la impunidad de la dictadura, no con armas, sino con la palabra, la palabra llevada al arte. Y no solamente lo logró, sino que sobrevivió a la dictadura misma y se convirtió en la fuerza motriz de la marejada artística que durante los siete años del Proceso había sido amordazada. Como ya había tenido lugar históricamente al derrumbarse otros gobiernos oscuros del país, el arte empezó a iluminar desde debajo de los pesados telones del gobierno de facto, hasta que produjo su propio incendio, y esta vez también los que se quemaron fueron los dictadores. En 1990 se estrenó el documental País Cerrado, Teatro Abierto, que cuenta la historia de este movimiento, que al año siguiente recibió la Mención Especial de los Premios Konex, otorgados por la Fundación Konex, por su aporte a la cultura de la Argentina. El ejemplo del Teatro Abierto sigue vigente hoy y va a seguir vivo en la historia argentina, porque a veces no es necesario que el gobierno sea una dictadura, hay muchos tipos de pestes que también en democracia acechan y asolan a un país: el capitalismo ultraliberal, el consumismo desenfrenado, la impunidad política, la injusticia institucionalizada, la riqueza desmedida de los sicarios del poder, la explotación de todos los trabajadores, la destrucción de la educación, el desmantelamiento de la salud pública, la siembra de la intolerancia racial y nacionalista, etc etc etc. Muchos incendios será necesario iniciar para abrir los escenarios de un teatro que recuerde al pueblo lo que significan la libertad y la vida digna. Serán, como ya ha sido y seguirá siendo, las voces del arte las que sigan hablando y denunciando, porque quizás la única denuncia duradera y eficaz es la que se realiza desde la creación artística, que llega a la mente a través de la ficción y la belleza, y permanece viva en el corazón. |
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