La historia de América Latina se ha erigido sobre la base de la invasión a los territorios, la expoliación de sus recursos, la subordinación de la población y neutralización de sus procesos de resistencia mediante el uso de la fuerza, así como, a través de la apropiación y vulneración de los cuerpos de las mujeres en dichos territorios explotados. Esta fue la receta seguida por los europeos en los distintos rincones de la región durante el proceso de colonización, pero también ha sido la modalidad asumida por los proyectos extractivistas y neo-extractivistas actuales instalados en el contexto de los gobiernos neoliberales pero también de los denominados progresistas.
Estos gobiernos consolidan, aceleran y profundizan cada vez más un modelo neo-desarrollista con base extractivista, determinado por la mercantilización de la tierra, el otorgamiento de concesiones a corporaciones y transnacionales, el desarrollo de políticas cortoplacistas, pero sobre todo, mediante la construcción de una nueva narrativa en la que el extractivismo es concebido como una “conquista popular”. En esta se celebra una mayor presencia, participación y control del Estado en los procesos extractivistas, se afirma la democratización y redistribución de las riquezas, pero también se auguran mejoras en las condiciones, calidad de vida y oportunidades en los territorios intervenidos.
Es decir, se ha migrado como lo afirma Eduardo Gudynas en su ensayo "El nuevo extractivismo progresista en América del Sur". Tesis sobre un viejo problema bajo nuevas expresiones, de un discurso en el que las corrientes progresistas y de izquierda, denunciaban que el extractivismo contribuía a generar la pobreza y que las economías de enclave eran vistas como algo negativo, a un discurso en el cual el extractivismo ahora pasa a ser una condición necesaria para combatir la pobreza y para alcanzar el desarrollo.
No obstante, la realidad es que estos proyectos extractivistas generan impactos ambientales negativos, contribuyen a profundizar las desigualdades y los conflictos sociales, pero además, -aunque tradicionalmente ha sido un tema desatendido- contribuyen a profundizar las desigualdades por razones de género y la violencia contra las mujeres. Pese a que estos proyectos las involucran y afectan directamente, la mitad de la población es excluida de la toma de decisiones en las comunidades extractivizadas, se instala en las comunidades una economía altamente masculinizada que acentúa la división sexual del trabajo, y cuando las mujeres se ven obligadas a incorporarse en actividades como la minería con frecuencia son invisibilizadas, convertidas en víctimas de las asimetrías laborales y salariales, pero también agredidas verbal, física y sexualmente.
La llegada de trabajadores y la militarización de los territorios extractivizados también favorecen el incremento del acoso y la violencia sexual; niñas, adolescentes y mujeres producto de la naturalización e institucionalización de una cultura de la violación son percibidas como cuerpos disponibles para la satisfacción y disfrute del deseo masculino. Al mismo tiempo, son reducidas en su condición de feminidad como un mecanismo para desmoralizar y detener las luchas de la población contra el extractivismo pues, como afirma Rita Segato, “es en la violencia ejecutada por medios sexuales donde se afirma la destrucción moral del enemigo, cuando no puede ser escenificada mediante la firma pública de un documento formal de rendición”.
Aunado a ello, la introducción de una economía y cultura de la explotación en estos territorios contribuye a la proliferación y consolidación de redes de trata y prostitución. Estos escenarios extractivistas según afirma Alicia Moncada en su ensayo Aportes para el análisis de la violencia contra las mujeres indígenas en los contextos mineros, al no proporcionar opciones laborales crean las condiciones para que la prostitución se convierta en la actividad más común y con mayor remuneración para los tratantes, proxenetas y grupos armados residentes de las minas; por lo cual niñas, adolescentes y mujeres son reclutadas u obligadas a satisfacer las demandas sexuales de funcionarios y obreros, ante la inacción y la complicidad de los Estados y su narrativa del “neo-progreso”.
La historia de América Latina se ha erigido sobre la base de la invasión a los territorios, la expoliación de sus recursos, la subordinación de la población y neutralización de sus procesos de resistencia mediante el uso de la fuerza, así como, a través de la apropiación y vulneración de los cuerpos de las mujeres en dichos territorios explotados. Esta fue la receta seguida por los europeos en los distintos rincones de la región durante el proceso de colonización, pero también ha sido la modalidad asumida por los proyectos extractivistas y neo-extractivistas actuales instalados en el contexto de los gobiernos neoliberales pero también de los denominados progresistas. Estos gobiernos consolidan, aceleran y profundizan cada vez más un modelo neo-desarrollista con base extractivista, determinado por la mercantilización de la tierra, el otorgamiento de concesiones a corporaciones y transnacionales, el desarrollo de políticas cortoplacistas, pero sobre todo, mediante la construcción de una nueva narrativa en la que el extractivismo es concebido como una “conquista popular”. En esta se celebra una mayor presencia, participación y control del Estado en los procesos extractivistas, se afirma la democratización y redistribución de las riquezas, pero también se auguran mejoras en las condiciones, calidad de vida y oportunidades en los territorios intervenidos. Es decir, se ha migrado como lo afirma Eduardo Gudynas en su ensayo "El nuevo extractivismo progresista en América del Sur". Tesis sobre un viejo problema bajo nuevas expresiones, de un discurso en el que las corrientes progresistas y de izquierda, denunciaban que el extractivismo contribuía a generar la pobreza y que las economías de enclave eran vistas como algo negativo, a un discurso en el cual el extractivismo ahora pasa a ser una condición necesaria para combatir la pobreza y para alcanzar el desarrollo. No obstante, la realidad es que estos proyectos extractivistas generan impactos ambientales negativos, contribuyen a profundizar las desigualdades y los conflictos sociales, pero además, -aunque tradicionalmente ha sido un tema desatendido- contribuyen a profundizar las desigualdades por razones de género y la violencia contra las mujeres. Pese a que estos proyectos las involucran y afectan directamente, la mitad de la población es excluida de la toma de decisiones en las comunidades extractivizadas, se instala en las comunidades una economía altamente masculinizada que acentúa la división sexual del trabajo, y cuando las mujeres se ven obligadas a incorporarse en actividades como la minería con frecuencia son invisibilizadas, convertidas en víctimas de las asimetrías laborales y salariales, pero también agredidas verbal, física y sexualmente. La llegada de trabajadores y la militarización de los territorios extractivizados también favorecen el incremento del acoso y la violencia sexual; niñas, adolescentes y mujeres producto de la naturalización e institucionalización de una cultura de la violación son percibidas como cuerpos disponibles para la satisfacción y disfrute del deseo masculino. Al mismo tiempo, son reducidas en su condición de feminidad como un mecanismo para desmoralizar y detener las luchas de la población contra el extractivismo pues, como afirma Rita Segato, “es en la violencia ejecutada por medios sexuales donde se afirma la destrucción moral del enemigo, cuando no puede ser escenificada mediante la firma pública de un documento formal de rendición”. Aunado a ello, la introducción de una economía y cultura de la explotación en estos territorios contribuye a la proliferación y consolidación de redes de trata y prostitución. Estos escenarios extractivistas según afirma Alicia Moncada en su ensayo Aportes para el análisis de la violencia contra las mujeres indígenas en los contextos mineros, al no proporcionar opciones laborales crean las condiciones para que la prostitución se convierta en la actividad más común y con mayor remuneración para los tratantes, proxenetas y grupos armados residentes de las minas; por lo cual niñas, adolescentes y mujeres son reclutadas u obligadas a satisfacer las demandas sexuales de funcionarios y obreros, ante la inacción y la complicidad de los Estados y su narrativa del “neo-progreso”. |
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